miércoles, 4 de noviembre de 2015

Los soldados de la noche

Dos fenómenos crecen paralelos en las principales capitales del mundo, desde Londres a Nueva York, pasando por Madrid. Los locales míticos de la noche caen como chinches, mientras en hoteles, hospitales, metros y cines, las chinches se reproducen como locas. Lo que nadie se ha atrevido a decir es que ambos están relacionados.

Estoy cansado de leer artículos culpando de la decadencia de los locales nocturnos a las aplicaciones para ligar, a la especulación inmobiliaria del centro de las ciudades y hasta a los hierbajos de los gintonics, amén de los que pugnan por convertir en patrimonio de la humanidad garitos y cuartos oscuros donde se enamoraron por primera vez y hoy no entrarían ni las cucarachas.

Por no hablar de aquellos que tienen de chinche la sangre y no paran de insistir en el consabido “no son los locales, eres tú”. Que ya no tienes edad, que ya no ves la vida en technicolor como cuando tenías veinte años… a estos últimos les digo como la Veneno: juguete roto, tú, yo soy un bombón.

Pensar que el ocio nocturno no ha cambiado en los últimos años es como decir que en los años 80 las ciudades eran igual de seguras que ahora, sólo que entonces eras más joven y todo te daba miedo. Objetivamente, la noche ha cambiado, como han cambiado la música y la forma de comunicarnos. Algunas cosas a peor y otras a mejor. Ahora los feos follan más que hace 15 años y yo me alegro mucho por ellos.

Las chinches han estado presentes en la literatura desde Aristófanes hasta Teju Cole. A mí me gusta especialmente una obra de teatro del poeta ruso Vladimir Mayakovsky de principios del siglo pasado llamada "La chinche", una comedia satírica sobre el primer deshielo de la revolución rusa. La chiche que sobrevive en el cuello de la camisa de un obrero renegado al que congelan tras un incendio el día de su boda y resucitan medio siglo después es la metonimia de la resurrección burguesa: hay dos clases de chinches, dicen en la obra, la “cimex normalis” que, después de hartarse y emborracharse sobre el cuerpo de un hombre solo, cae debajo de la cama, y el “philisteus vulgaris”, que después de hartarse y emborracharse sobre el cuerpo de la humanidad, cae encima de la cama. Yo añadiría otra más, la “cimex 2.0”, que viene a avisaros de que pasáis demasiado tiempo en casa. Hay que salir más si no queréis que se os coman las chinches.

Las chinches ya no son, como antaño, algo de cerdos que no se lavan nunca, de cerdos y de rojos, como decía el facha de Wenceslao Fernández Flórez, que dedicaba un artículo del ABC al olor a rojo, una mezcla del “olor a bravío de las bestias montaraces, el de las sentinas, donde viajaban los emigrantes, que es dulzón y se agarra a la garganta, el olor a botica de las chinches gordas (…) Todo Madrid olía a eso (…) Tampoco sería muy difícil explicar la solidaridad de las chinches y las cucarachas con el marxismo. (…) ¿Simpatizan por una análoga tendencia sanguinaria? (…) El marxista respeta a las chinches por un confuso totemismo (…) El marxismo –religión de presidiarios, de fracasados, de envidiosos, de contrahechos, de vividores, de perezosos, de gente de cubil- tenía que oler así”.

No, Wenceslao, ahora las chinches no entienden de clases. Están en los mejores hoteles de Nueva York y en los mejores cruceros; atacan a los hipsters que van a la Filmoteca, como la de Madrid, que tuvieron que cerrar este verano para fumigar; se cuelan en barrios en vías de gentrificación, como Lavapiés; se les dedican canciones, como la de Joni Antequera (Amatria), que dice que cuando se mudó a Madrid las chinches le recordaron que las cosas no iban a ser fáciles.

Las chinches atacan sobre todo una hora antes del amanecer. Si no estás en casa, no te pillarán. Como dice Teju Cole en “Ciudad abierta”: “Eran desvelos primordiales: el poder mágico de la sangre, las horas dedicadas a los sueños, la santidad del hogar, el miedo al ataque de lo invisible”.

Las chinches han vuelto para devolvernos la noche. Hay que respetar a las chinches, como los antiguos marxistas. Algunos remedios caseros para atacarlas son la cúrcuma, la menta, el alcohol o el clavo. No sé a vosotros, pero a mí eso me suena a gintónic.

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