En un mundo
donde, como dice Rendueles (pincha aquí para leer la entrevista completa), “la pertenencia a redes sociales laxas, múltiples, intermitentes y
marcadas por el nihilismo se percibe como un signo de salud mental”, insisto, hay que
volver al Old Fashioned.
La
única pega que le pongo a las teorías de Rendueles es su defensa de Freud, que
nunca ha sido santo de mi devoción. Servidor se ha vuelto cartesiano: bebo,
luego existo.
Eso sí, comparto
con Rendueles su vuelta a los valores tradicionales, la familia y la iglesia. Viva
lo prefreudiano y lo cuadriculado, el elitismo, la culpabilidad, la timidez y la
caligrafía.
Si echáis un vistazo al Facebook, una
cosa que ha desaparecido son los grupos
de cuatro amigos típicos del siglo XX. Hoy la amistad es utilitaria y
oportunista y básicamente se da en grupos de dos (interés) o de ocho
(coyuntura).
Así que brindo
por los amigos tóxicos (gente que sufre, que no es inteligente emocionalmente, que
no se quiere o que ama demasiado), porque si solo nos comparamos con las biografías
de Instagram, corremos el riesgo de acabar como Paula Echevarría esta semana
(esa dicotomía entre la fachada y lo que toda España sabe que hay detrás de las
fotos, cínicamente ejemplificada en los dos vestidos de comunión que ha
estrenado su hija).
Hemos dejado
que técnicos informáticos negados para las relaciones humanas dicten cómo
debemos relacionarnos, pero parafraseando a Benjamin todavía estamos a tiempo
de frenar esa locomotora, de bajarnos de la burra, de vernos la chepa… Más
autocrítica y menos autoayuda.
Frente a la
vitalidad crónica de una bailarina de ballet, el saludable aburrimiento de una gogó.
Y una cosa os
digo: la gente no folla tanto como parece. En alguna barra he oído que en
Madrid hay cada vez más casos de impotencia. Empieza a ser preocupante.