jueves, 29 de mayo de 2014

¿Nos hemos vuelto espárragos?

Sí, me refiero al señor Asperger (espárrago, en alemán), un lindo caballero austriaco que dio nombre de verdura diurética a ese síndrome de autismo leve que han puesto tan de moda los frikis (dícese de toda persona que acaba viviendo en Madrid) y los nerds (empollones de toda la vida).

La idea me vino el otro día viendo “Silicon Valley” (HBO), serie protagonizada por nerds con graves problemas de interacción social: nos estamos comunicando con herramientas creadas por personas con graves problemas para la comunicación.

Los niñatos que han creado whatsapp, facebook, instagram y grindr son personas que tienen problemas para hablar hasta con su amigo imaginario, para que nos entendamos. Que sí, que ahora son todos millonarios y les ves en una conferencia más a gusto que un guarrillo en un charco, pero no nos engañemos, once a nerd, always a nerd.

Podría pensarse que a priori eran los más indicados para librar esa batalla, como el enfermo que se hace médico para estudiar su enfermedad, pero es que han acabado imponiendo su paradigma en el resto. Vamos, que nos comunicamos, hacemos amigos y ligamos como si tuviéramos ataques de pánico, miedo escénico o la autoestima física por los suelos.

Que estoy a favor del movimiento friki (yo también he votado a Podemos), contra el bulling de los tronistas y hasta puedo ver sexy un asperger con charm y carisma como el de Sheldon Cooper, pero una cosa no quita la otra.

Es todo lo contrario del “en casa de herrero, cuchara de palo”, es como si el herrero hubiera dejado el negocio en manos de su hijo epiléptico, con todos mis respetos por la epilespsia, que también me he tragado entera “El show de Michael J. Fox” (Comedy Central).

Lo que subyace aquí es la ley del mínimo esfuerzo y el máximo narcisismo, vamos, lo que comúnmente se entiende por no dar la cara. Follar a golpe de clic, dejar conversaciones inacabadas en el whatsapp, bloquear a gente en el facebook, colgar tu foto más aparentosa en instagram, bombardear a gente con emoticonos. ¿De verdad es lo que queremos?

No quiero ser “deliberadamente” reaccionario, pero recuerdo un tiempo en el que los modelos no eran Zuckerberg, Gates o Jobs, sino Cari Grant o Marlene Dietrich. Cuando yo era pequeño la gente todavía colgaba posters de Marlon Brando en las paredes.

Por favor, que vuelva el teléfono fijo.


miércoles, 28 de mayo de 2014

Mínoría oprimida

Después del corto francés à la Beyonce del otro día, sólo los ingleses se atreverían a hablar de la violencia sufrida por los hombres:

jueves, 15 de mayo de 2014

Tú cálmate

Pensábamos que nadie podría superar aquel “sólo vendo las paredes” del vídeo de Sara Montiel, cuando llega la inefable María Jose Cantudo y suelta ese “Cállate, Carlota, qué van a pensar de ti, de una niña de Serrano educada en los mejores colegios, que están aquí al lado, cómo puedes ser así, tú cálmate”. Me pregunto si alguien habrá conseguido regatearle los más de 2 millones y medio que pedía la Cantudosss, aunque por su cara en la otra foto me temo que no.




lunes, 12 de mayo de 2014

For my sanity, my pride

I'm not a quitter,
But I need to give up this fight
For my sanity, my pride
Do I leave? Do I stay and try?

Cause any minute,
You will say the words goodbye
Give me love, then change your mind
And break all that I am inside

That's why I'm never gonna love this way again
I'm never gonna give my heart again
Cause every time I try I end up broken...

sábado, 10 de mayo de 2014

Cuellos con venas hinchadas

“Ojos de mirada muerta”. “Cuellos con venas hinchadas”. Así es como llamaría yo a un gimnasio, en vez de esos nombres que parecen más de un producto de limpieza (Gymage, Fitup, Healthcity) que otra cosa, pensaba el otro día cuando entraba en sala escuchando a Los Marismeños en los cascos (porque yo soy muy de homenajes y son días de feria), con la toalla a modo de mantón y blandiendo el botellín de agua como Lola Flores movía aquel clavel símbolo del pelotazo en el famoso vídeo.

¿No tenéis la impresión de que últimamente bebéis más? Decían en la obra de teatro que fui a ver ayer y yo le preguntaría a mis CDP (compañeros de pesas): ¿no tenéis la impresión de que últimamente os cicláis más?

Que no es una queja, a mí me viene de perlas como positive reinforcement, qué queréis que os diga. En el gimnasio al que iba antes me pasaba las horas leyendo el periódico sin pedalear, remojando los garbanzos en el spa o practicando el celebretyspotting. Pero ahora, cualquiera se descantilla. Vamos, que llevo dos meses con el hombro lesionado por no cambiar los pesos que dejan mis CDP cuando se van de las máquinas.

Pero bueno, que me voy por los bíceps de Úbeda. De lo que quería hablar hoy es de la poesía homoerótica en las sevillanas de Los Marismeños. Para muestra, el título de de este post.

O como cuando dicen “agotao salí pa fuera y me encontré tu mirada, allí me quedé parao sin fuerza pa respirar, el rostro desencajao de mirarme en tu mirar”. Ni que me hubieran visto por un agujerito cuando me bajo de la elíptica a hacer los estiramientos con mis CDP.

Otra estrofa: “Qué fuerte laten mis sienes, el aire ya no me llega. Aprieto fuerte los dientes pa que el hombro no me duela. Quema el sudor en mi ojos, llevo la cintura rota, la espalda ya no la noto, mi corazón se desboca”.

Vamos, que no sigo, pero no hay que ser un lince para suponer que “La Toña y la Malena” eran dos travestones de cuidao y “Mi orgullo ser marismeño”, un gran juego de palabras, por no entrar en el himno fetish de “Agua de coco”.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Viva la mala traducción!!!

Excelente y polémico artículo de Luis Magrinyà publicado en febrero en El País donde acaba defendiendo la mala traducción:

"En 2010 la aclamada escritora norteamericana Lydia Davis publicó una nueva traducción al inglés de la aclamada novela de Flaubert Madame Bovary y tanto clamor no pasó, desde luego, inadvertido. En octubre de ese año Jonathan Raban escribía en la New York Review of Books una reseña de tres páginas del acontecimiento, y en noviembre Julian Barnes le dedicaba un montón más en la London Review of Books, con esa extensión meritoria y tantas veces apasionante a la que está acostumbrada la prensa literaria anglosajona y que aquí algunos, ay, echamos mucho de menos. Tanto Raban como Barnes se revelaban expertos en las traducciones inglesas de la novela; el primero citaba cuatro, el segundo, quince (y, para que veamos el nivel, en el número de diciembre de la revista un lector le reprochaba haberse olvidado una); y ambos establecían suculentas y divertidas comparaciones, aduciendo ejemplos y planteando dilemas.

Raban, al cotejar las distintas traducciones que manejaba, prestaba una especial atención al uso de Flaubert del imparfait, un tiempo verbal no siempre fácil de resolver en inglés; en determinado pasaje de siete páginas de la novela, contabilizaba laboriosamente, en una de las traducciones, 21 casos de uso del imperfecto, 25 en otra, 34 en una tercera, y, en la de Lydia Davis, 123, lo cual le llevaba a concluir que la versión de ésta “quizá sea irreprochable en su precisa reproducción de los tiempos verbales de Flaubert, pero convierte los preciosos jueves de Emma [en el hotel de Ruán con su amante Rodolphe] en algo parecido al calvario de Bill Murray en El día de la marmota”. Barnes le sacaba el jugo a una sola frase, que presentaba en seis versiones distintas, desmenuzadas todas ellas y expuestas al excelente juicio del lector. Los dos críticos, además y casi sobre todo, hablaban extensa y aguerridamente de las dificultades y enigmas generales de toda traducción: “La traducción es por supuesto una labor demasiado importante para que la confiemos a una máquina. Pero ¿a qué especie de humano habrá que confiarla?” (Barnes); “Como la cirugía, la traducción requiere discriminación, precisión y experiencia” (Raban); Barnes nos recordaba que, si Lydia Davis necesitó tres años para traducir Madame Bovary, John Rutheford dedicó a su “versión magistral de La Regenta […] el quíntuple de horas que Leopoldo Alas dedicó a escribirla”; Raban incidía en la condena a que los indefensos lectores ingleses se ven abocados, pues “sabemos que nunca oiremos las finezas de timbre, tono, inflexión y matiz de la narrativa infinitamente dúctil de Flaubert que podemos oír, por ejemplo, [como lectores de inglés] en Jane Austen”.

Tanta amena erudición y tanta sensibilidad a los peligros de una tarea que casi parece sobrehumana acababan volviéndose, como era de prever, un poco en contra de la pobre Lydia Davis… porque, claro, enfrentada a esa obra de exquisita cirugía, ni siquiera ella, tan competente y aclamada, salía del empeño sin algunas cicatrices. Para Barnes, al final, la traducción de la escritora norteamericana era “una versión más que aceptable” y, para Raban, con su característico sentimiento de fatalidad, “abre, como la mayoría de sus precedentes, algunas ventanas para que entre aire fresco en la novela al tiempo que cierra otras”.

Este nivel de exigencia y aprecio por lo sutil no es, sin embargo, exclusivo de los dos grandes reseñistas mencionados. Cualquier lector de la prensa literaria anglosajona está acostumbrado a vérselas con semejante despliegue de conocimiento y susceptibilidad. En una reseña del Times Literary Supplement (que, por cierto, a la Bovary de Lydia Davis apenas le dedicó tres párrafos) de una nueva traducción de Lenz de Georg Büchner publicada por una editorial neoyorquina, un crítico afirma después de citar una frase del texto: “Esta última cadencia, que casi iguala el énfasis del original, ilustra la sensibilidad verbal de Richard Sieburth [el traductor]. […] Aunque esta versión no supera la excelente de John Reddick para Penguin, aporta un respetable equivalente americano”, (TLS, 4/II/05). Sobre una traducción de Capitaine Pamphile de Alexandre Dumas, podemos leer: “La traducción de Andrew Brown es clara, vivaz y afronta impertérrita retos tales como el de reproducir el argot marinero de la Provenza” (TLS, 26/I/07). Y, sobre otra de Voyage autour de ma chambre de Xavier de Maistre, agradecemos saber que “esta nueva traducción es excepcionalmente buena, aunque [el traductor] habría podido optar por partir de los textos publicados por Pierre Dumas en 1984 en vez de los de Laffont de 1959” (TLS, 5/VII/13).

En nuestro país, los traductores se quejan muchas veces con razón de que su labor no es suficientemente valorada, y de hecho es rarísimo encontrar en nuestra prensa literaria ejemplos de tanta preparación y tanta entrega a la hora de juzgar una traducción. Pero es el momento, me temo, de recordar unas estadísticas. En 2010 colaboré en el Libro blanco de la traducción editorial en España con un artículo en el que citaba algunos datos del CEATL (Conseil Européen des Associations de Traducteurs Littéraires) y de otros organismos sobre las traducciones literarias en España y en Europa. Ahí podía leerse que, entre 2000 y 2010, el porcentaje de traducciones publicadas en España oscilaba entre un 22,9 y un 27,2 por ciento; en el período 2007-2008, concretamente, España iba pareja más o menos con Italia y Eslovenia, bastante por debajo de Dinamarca (60 por ciento), Suecia (45) o Grecia (40) y bastante por encima de Francia (14,4) o Alemania (7,2); el Reino Unido ocupaba los puestos más bajos de la lista con un 3 por ciento. Un estudio más reciente de Literature Across Frontiers (de la Universidad de Aberystwyth de Gales) recoloca esta cifra en 2008 entre el 2,21 por ciento (del total de libros publicados en el Reino Unido) y el 4,59 (del total de libros de narrativa, teatro y poesía). En Estados Unidos la web de la Universidad de Rochester dedicada a la “literatura internacional” se llama Three Percent (tres por ciento) en recuerdo del porcentaje de traducciones en ese país.

Estas magras cifras no solo proyectan una sombra interesante, ahora, sobre la maestría, el tiquismiquismo y el grado de profundidad (sin duda por una digna causa) de los excelentes artículos de Raban y Barnes sino que de algún modo explican también estas tremendas cualidades. Bueno, quizá un rasgo de la industria cultural no baste para explicar toda una cultura… pero en todo caso da algunas pistas. En un “mundo” en el que prácticamente no se traduce, cualquier traducción se ve como un fenómeno sumamente extraño, ajeno al orden de las cosas, y no es raro que, como un poltergeist, sea acogido, casi más que con curiosidad, con escepticismo y se vea sometido al escrutinio más riguroso. No es únicamente, por otro lado, la racionalidad y el curso de la naturaleza lo que parece ponerse en duda. La falta de costumbre engendra también, como en las sociedades más primitivas, sospechas ante el forastero y aconseja convocar un tribunal de sabios para analizar su composición y prevenir sus consecuencias. Una vez superado el examen, el forastero podrá ser admitido, sin perder nunca, eso sí, su estatus de raro inmigrante, al tiempo que permite perversamente a la sociedad que lo ha autorizado enorgullecerse de su docta norma de no dar cabida sino a lo más selecto.

Uno diría que, con la cantidad de basura en inglés que otras culturas nos tragamos tan ricamente, y con tan poco pathos, por cierto, bien podrían ellos estirarse un poco y consumir una ración más cuantiosa de la nuestra. Pero está claro que el pensamiento en inglés no razona así, favor por favor. En un rasgo inequívoco de pensamiento colonial, parece convencido de ser portador de lo natural y lo universal (en definitiva, de lo verdadero, y más selecto), que es precisamente lo que fundamenta su hegemonía. Es él quien “sabe” lo que es universal, quien detecta y dictamina qué es y qué no es “un acontecimiento global” (dicho en la moderna jerga) y quien, si por casualidad el “acontecimiento” está expresado en otro idioma, le da carta de naturaleza mediante ese proceso épico y espiritualmente privilegiado llamado traducción. Decreta no solo cuándo vale la pena correr el riesgo, sino qué contados bienes milagrosamente producidos más allá de sus fronteras lingüísticas son dignos de ser naturalizados y universalizados, es decir, traducidos.

En este panorama, los desafíos del imparfait, de “las finezas de timbre”, del “argot marinero de la Provenza” y el hecho tremebundo de que un traductor haya invertido cinco veces más horas en traducir una novela que un autor en escribirla se ven ciertamente de otra manera. Más que gajes del oficio, parecen ordalías; más que problemas intelectuales, misterios de salvajes; más que propiedades inherentes, accidentes abyectos; y, sobre todo, más que celebrar y fomentar el trabajo de los temerarios, parecen disuadirlo. Con lo que, de alguna diabólica manera, esa rácana cuota del 3 por ciento (o así) que el inglés concede a las traducciones queda también justificada.

La traducción es y debe ser un oficio especializado, pero de ahí a pensar que su público natural sean los especialistas hay un abismo. Es por supuesto deseable ¬–y un objetivo a perseguir– que las traducciones sean todas muy buenas; pero que haya regulares y malas, aunque técnicamente sea lamentable, por otro lado es un signo de salud mental. Es cierto que aquí en España demasiadas veces editores y lectores aceptamos sin rechistar tentativas de intrusos y aficionados, y apenas destacamos el talento de los concienzudos y profesionales; es cierto que el juicio de los especialistas a menudo da la impresión de que nos importa un rábano: de otro modo tendríamos en nuestra prensa más artículos como los de Raban y Barnes, que en sí mismos¬ –insisto–, fuera de ese desértico paisaje del 3 por ciento (o así), son magníficos, instructivos, entretenidísimos y necesarios. Sin embargo, que aquí ni siquiera a los especialistas el hecho de que una traducción esté destinada a ser imperfecta (“Flaubert, Imperfect” se titulaba el artículo de Raban) les parezca una fatalidad cósmica resulta, además de útil, francamente encomiable. Estamos familiarizados con la imperfección –¡ése sí que es un verdadero universal!– y no la vivimos traumáticamente. Esto nos permite, por ejemplo, conocer mundo sin necesidad de pensar que, para conocerlo, haya forzosamente que dominarlo. Nos permite seguir traduciendo y hacer cosas en lugar de, sibilinamente, prohibirlas."

martes, 6 de mayo de 2014

Preguntas para después de un gran puente

1. ¿Qué pensará Elvira Lindo, tan defensora siempre del clan León, de que coincida el estreno de Carmina con su película “neoyorkina” con Javier Cámara?

2. ¿Cómo ha entrado Juego de Tronos con tanta fuerza en la cultura popular, más incluso que el Señor de los Anillos? Me siento Rip Van Winkle.

3. Lola Flores nunca viviría en Andorra y Montserrat Caballé nunca pediría dinero, ¿pero realmente son tan diferentes?

4. ¿Quién cree en el matrimonio y por qué? ¿O por qué no? Palabras de Melanie Griffith en su twitter que transcribo hoy más que nunca.

5. ¿A quién prefiero, a Meñique o a Jon Nieve?

6. ¿Por qué el exabogado de Silva, el hijo de Conde-Pumpido, parece que está ligando siempre que mira a la cámara?

7. ¿Por qué vivimos en un país donde la gente se ríe de los acentos, en algunos casos con complejo de superioridad añadido? Sólo así se entiende el éxito de 8 apellidos…

8. ¿Alguien entiende el éxito de 8 apellidos vascos?

9. ¿Y el de No se aceptan devoluciones?

10. ¿Alguien se cree que Valérie Trierweiler y Cressida Bonas se hayan separado por el peso de las obligaciones de ser primera dama y princesa?

11. ¿Pero qué les pasa, cada vez que ven una negra tiene que haber un amante o un chulo? ¿Cree que abunda el trabajo en el muelle para las putas? ¿Cree que me dedico a follar con los peces? (Woopi Goldberg en Jumpin’ Jack Flash)

2017: tibio y desafecto

Ay, que ya nadie se acuerda de 2017. Aquí va mi resumen: Lo mejor del año  * La frase de "Juego de Tronos": “Maybe it real...