martes, 10 de octubre de 2017

Niño perdido

Dicen que la lectura de Rey Lear depende de la edad que tengas: cuando eres joven te identificas con Lear porque tienes complejo de hijo ingrato; al crecer empiezas a entender a las hijas, a medida que te das cuenta de que Lear ha sido un hijo de la gran puta y tiene lo que se merece.

A mí me pasó hace poco algo parecido cuando volví a ver Jóvenes Ocultos (The lost boys, 1987). De joven me identificaba con Michael, el hermano mayor rebelde que quiere ser otra cosa, reniega de su familia biológica y busca una familia de elección, aunque la selle con un brindis de sangre. Con los años, he descubierto que entiendo más a Sam, el hermano pequeño al que le duele ver a quien quiere convertirse en algo que no le gusta. Decir que esta versión vampírica de Peter Pan marcó mi adolescencia sería un understatement. La vi con 16 años, la edad más difícil, niño perdido y joven oculto, adicto a los vaqueros láser y los peinados imposibles (tenía un pelo muy difícil de domar). Mi hermano seguramente pensaba que me estaba convirtiendo en un vampiro de mierda.

La otra noche regresé a Santa Carla, la capital mundial del crimen, ciudad ficticia como en el fondo son todas las ciudades, y volví a entender muchas cosas de mi vida. Sobre todo viendo los modelitos de Sam. Esas mangas japonesas...









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