jueves, 21 de enero de 2010

La vida en un hilo

Cuando comenté en este blog de “Plan diabólico” de John Frankenheimer ya hablé de las películas que tratan sobre el destino y la suerte: Qué bello es vivir (Frank Capra), La vida en un hilo (Edgar Neville), Una mujer bajo la lluvia (Gerardo Vera, remake de la anterior), Dos vidas en un instante (Howitt, cuasi-remake de la misma también), La doble vida de Verónica y El tren de la vida (las dos de Kieslowsky), Melinda y Melinda (Woody Allen), Smoking/No Smoking (Alain Resnais) o Uncertainty (Scott McGehee). Es lo que en inglés se llaman películas “what-if”, que aquí podrían ser películas “isi”: ¿y si en vez de este restaurante hubiésemos ido al otro? ¿y si me hubiese quedado a vivir en Barcelona? ¿y si me hubiese matriculado en Traductores en vez de en Físicas? ¿y si en vez de casarme con este me hubiera casado con el otro?

He vuelto a ver “La vida en un hilo” de Edgar Neville (1945) y a leer la obra de teatro que escribió el propio Neville 15 años más tarde basada en la película. Maravillosas las dos. Neville, que había pasado por Hollywood en 1928, importó a España esa forma de hacer cine (ligero, pero inteligente; irónico, pero comprensivo) muy en la línea de mi adorado Mitchell Leisen, con quien comparte el gusto por el glamour y la frivolidad.




El argumento es sencillo: Mercedes, una chica cosmopolita y divertida, “la felicidad en el hogar de sus padres”, se casa con Ramón, un muchacho del Norte honrado, bueno, trabajador, muy rico y de buena familia, pero triste, pretencioso y solemne “que lleva en él el germen del aburrimiento”.

(Acotación: se quejan los que sufren el tabaquismo pasivo, pero como bien dicen en Absolutely Fabulous, la maravillosa serie inglesa de la que terminado de ver esta semana sus tres temporadas, ¿qué hay de los que sufren de aburrimiento pasivo por culpa de su pareja?).

Mercedes se casa porque es joven y “se cree que esas cosas tienen arreglo y que los pelmazos no son incurables”. Todos le decían que había encontrado una perla y que sería muy feliz si se casaba con él. Más tarde cambiaría de opinión, porque “siempre se disculpa al pelmazo diciendo que, en cambio, es bueno, y no suele ser verdad; a lo largo de la vida te ha hecho más daño con su aburrimiento que un asesino”. Porque para ser bueno no basta con comprarle una camiseta a un pobre. La bondad no se compra.




Un buen día Ramón muere por dormir con la ventana abierta y aquí empieza la película, con Mercedes mudándose de nuevo a Madrid a empezar una nueva vida, engañando a las tías del pueblo diciendo que se va muy apenada en el andén de la estación. Este principio lo plagiaron en “La graduada” de Lina Morgan, que también vi hace poco. En el compartimento del tren le toca una señora gordita muy graciosa que trabaja en el circo. Un personaje que ya le hubiera gustado escribir a Woody Allen. Tomasita, que así se llama, le dice a Mercedes que puede ver su pasado, pero no el que ha vivido, sino un pasado potencial, el que podría haber vivido si un día hubiera mirado para un lado en vez de al otro:

“… la vida de las personas, como el alma, está en un hilo; casi siempre depende del azar, y a todos nos llega un momento en la vida en que hemos de dudar entre dos o más caminos: no sabemos cuál es el que vamos a seguir, cuál es el que nos conviene más, hasta que escogemos uno”.

Porque el día que conoció a Ramón en una floristería también conoció a Miguel, un escultor simpático y generoso, un salao, “que tenía el germen de su felicidad”, pero se fue con el primero y no con el otro. Y le empieza a contar la vida que hubiera llevado con Miguel, que se simultanea con la que llevó con Ramón, en un montaje muy divertido que alcanza la genialidad en la escena de la sala de baile de la capital, que no tiene nada que envidiar al Club 21 de Nueva York de los años cuarenta. En fin, que se pasan el viaje en tren hablando de hombres y de la risa, que es de lo único que se debería hablar en los trenes, con frases brillantes como: “había acudido al único remedio que tienen las mujeres para dominarse las ganas de tirarse por la ventana, que es compararse un vestido nuevo” (recuerdo que hace poco hice yo lo mismo con unos botines de Prada). Y cuando llega a Madrid se despiden y por “casualidad” Mercedes se encuentra con Miguel y ahí termina, diciéndole aquello de “I’d be surpriselingly good for you”, que es como a mí me gusta que empiece una buena historia.




La obra de teatro recorta bastante. Para empezar no sale el tren, que en la película funciona de maravilla. También recortan la historia del abrigo de visón, que a mí me parece super-romántica y todo un homenaje a “Una chica afortunada” de Leisen. El personaje de Tomasita no es tan telúrico como en la película y, en general, pesa más la opresión de la provincia que la libertad de la gran ciudad, pero bueno, el espíritu es el mismo, pura High Comedy. Lo que sí añaden es un tercer acto a modo de epílogo alargando el encuentro de Mercedes y Miguel. Pero es lo que tiene la estructura dramática.

Moraleja: cuando ligues en un bar, mira a los dos lados antes de irte a su casa, porque puede que te dejes el germen de tu felicidad atrás. De todas formas, según Mercedes: “No puedes torcer el curso del destino. Sólo se retrasa a veces, pero inexorablemente hace aquello para lo que estás destinado”. Claro que ella es una chica afortunada. Le daría yo unas cuantas clases de destino trágico à la Lorca. Bs.

1 comentario:

Anónimo dijo...

I miss you, but I haven't met you yet.
Kisses

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