miércoles, 30 de noviembre de 2011

Un dios salvaje

Manuel Rodríguez Rivero comentaba en el último Babelia que, fascinado por “Un dios salvaje”, la película de Polanski, se dispuso a leer la obra de teatro de Yasmina Reza y que le dio bajón. “Que está bien que se publique teatro, pero leerlo cuando se ha visto a cuatro semidioses (sic) interpretándolo es como oír la descripción de un manjar cuando ya se ha degustado”.



Aparte de la poco afortunada metáfora culinaria, pues un manjar siempre es mejor cuando se describe a posteriori (la memoria gustativa es más volátil que un postre de cocina tecnoemocional: ahí está su gracia. Además, los que me conocen ya saben que soy de los que piensan que cualquier bocado, beso o tiempo pasado fue mejor; por eso me gustó tan poco “Midnight in Paris”, la última película de Allen, donde se defendía la tesis opuesta), hoy quiero romper una lanza a favor del teatro escrito. ¿Por qué? Básicamente porque te quitas de en medio a esa especie de ego-dioses-wannabe que son los actores. Que sí, que a veces están bien, pero en su gran mayoría, las obras de teatro están mejor sin ellos.

¿Por qué digo esto? Pues porque hice la operación inversa a la del crítico y me leí la obra de teatro antes de ver la película. Debo confesar que soy fans de Yasmina Reza, tanto que ya me cuidé de no ver la versión de Verdú-Sánchez-Gijón, por lo que de la obra sólo conocía la premisa: dos parejas que se reúnen para discutir una pelea entre sus hijos. Y parafraseando al crítico: está bien que se represente teatro, pero verlo en escena cuando ya lo has leído y te has creado tu propia imagen mental de la historia es como acostarse con un amor platónico (se llamaba Tonino y en su día llegué a decir que me había mudado a Málaga por él).

Lo explica Yasmina en la segunda línea de acotación: Nada de realismos. La primera parte de la obra es modélica, estilizada, una perfecta partida de ping pong en parejas. Luego todo se descompone y empieza una coreografía más parecida a una partida de pinball a cuatro bolas. Y la metáfora funciona porque es teatro: el único lugar donde puede llegar un tsunami sin necesidad de agua: te dicen que está entrando agua a borbotones y te lo crees.

La película, en cambio, está teñida de un realismo que lo desvirtúa todo. Los diálogos están calcados de la obra, que digo yo que Yasmina (que firma como co-guionista) se podía haber estirado un poco y haber añadido los 15 minutos que faltan para llegar al metraje medio. No hacía falta alargar la historia, sólo elaborar más los diálogos. La única diferencia en la puesta en escena es el velado homenaje que hace Polanski a “El ángel exterminador” de Buñuel que, teniendo además en cuenta su arresto domiciliario cuando la preparaba, resulta demasiado obvio. Lo demás: que te gusten más o menos los actores. Ya digo que a mí no me hicieron demasiada gracia: Foster queda más ridícula que frágil, C. Reilly más bonachón que hipócrita, Winslet más histérica que taimada y Waltz más malo plano que déspota cachondo.

(Sólo una pega a la obra de Yasmina: un niño homosexual que sufre un ataque homófobo en la escuela nunca sería el jefe de una pandilla).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

M'estic adonant que m'estic convertint en la teva notària emocional. No sé, no sé... Vivre par procuration, que diria en Gary.

A de V

P dijo...

Hace tanto que no procuro nada...

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