Estoy leyendo un libro sobre la aversión a Madrid en la literatura del 98 hasta la posguerra, que incluye perlas como estas:
“Madrid ya no es Madrid. Se le ha puesto una fisonomía amarillo-verdosa de ciudad eslava, rencorosa y fría.” (Ximénez de Sandoval)
“Madrid de hoy. Pueblo de la Mancha que muere. Ciudad catalana que nace.” (Juan Ramón Jiménez)
Se habla mucho de la Puerta del Sol y sus alrededores, ese zoco de maleantes donde vivo, que la generación del 98 convirtió en un Montmartre castizo, de bohemios rodeados de horteras, modistillas y menestrales. No ha cambiado tanto.
Yo no sentí propiamente la “llamada de Madrid” que oyen los que sueñan con venirse a triunfar a la capital, o quizás sí pero me quise hacer el sordo. De todas formas, el concepto de provincia ya he dicho otras veces que me parece obsoleto desde que existe Internet. No así el del campo, que vuelve a su antigua dicotomía con las ciudades, esas Babilonias que exhalan vahos de afroditismo. Me encanta Machado cuando dice: “Mucha sangre de Caín, tiene la gente labriega”. A mí siempre me ha dado un poco de miedo el campo.
Mención aparte merece Unamuno, que en este párrafo está pidiendo programa propio en Intereconomía:
“Diríase que cada vez que pasa una pecadora por la calle y un más o menos sátiro le dirige una mirada concupiscente, queda en la atmósfera moral como un hilo invisible de la mirada, como el rastro de una babosa, y esos hilos se cruzan y se entrecruzan de tal modo que se llega a formar una malla, un tejido en el que se sofoca el alma aleteando en vano.”
Qué aaaaarte. Como llamar a los rascacielos rascaleches.
martes, 17 de mayo de 2011
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